Poniéndole la enjalma al pasado

Cuando sucedió lo que voy a contar, Ocaña apenas comenzaba a levantar pesas para mejorar su estado físico, salir de su tímido crecimiento y verse desarrollada igual que el legendario Charles Atlas con los cursos de Tensión Dinámica o el envidiado Arnold Sanjuán Montaño cuya célebre figura musculosa logró a base de tenacidad y permanentes ejercicios utilizando aparatos en su mayoría fabricados por él mismo. Dos tarros de galletas rellenos de cemento y unidos por un recortado palo de escoba le servían de mancuerna para ejercitar los bíceps, y una tabla apoyada en ladrillos fue la precursora de las sofisticadas maquinas que ahora existen para realzar los músculos abdominales.

No existían en la ciudad los barrios Buenos Aires, Marabelito, El Bambo, Ciudad Jardín, Camilo Torres, Santa Clara, Venecia y una veintena más, ni las seis universidades, los diez colegios, los trece jardines infantiles, los once bancos, las dos cooperativas de ahorro y crédito, la Terminal de Transporte, ni la carretera Circunvalar, tampoco la vía que comunica la avenida Francisco Fernández de Contreras con los barrios El Lago, Juan XIII hasta finalizar en Landia. Los Moteles sólo existían en las mentes de Eros y Afrodita. No había puentes peatonales y un montón de edificios, centros comerciales, hoteles cuya enumeración aculillan la memoria. La agresividad y el irrespeto, la indiferencia y el egoísmo, la violencia y el abuso, la falta del sentido de pertenencia y el desinterés no crecían silvestres ni con la misma fuerza y tolerancia de ahora. ¿Es ése acaso el alto precio a pagar en aras de un tal progreso?

Como abrebocas diré que los mayas utilizaban las hojas de tabaco para cicatrizar heridas y combatir infecciones,  costumbre que luego los conquistadores europeos extendieron al punto de ser usadas para tratar al Papa Gregorio XIII en el siglo XVI. El francés Jean Nicot -de quien proviene la palabra nicotina- lo catapultó a la fama como planta medicinal cuando experimentó el uso del tabaco para curar un cáncer, y utilizó el jugo y la pasta en úlceras de toda clase, hinchazones, heridas y fístulas.

 ¡Cochaaas!, ¡ricaaas y frescaaas cochaaas!, pasó ofreciendo una avispada muchacha que para darle mayor realce a la publicidad, empleaba un particular sonsonete al final de cada palabra. Mientras el musicalizado anuncio se deslizaba sin inconvenientes por entre los oídos, la boca principiaba a salivar copiosamente de sólo pensar en el sabor de las cochas …que si les agregan canela, anís, clavos, cáscaras de limón ralladas o un trago de aguardiente o brandy ¡mucho mejor!. Cuestión de gustos.

De la casa de los Numa Hernández, Cabrales Aycardi, Jácome Lobo y la mía, salieron en su orden: Adip y Chaquip, Pedro y el Che, Geña y Guillermo, Roberto y yo. Nos tocó emprender veloz carrera para alcanzar a la joven que bastante distancia nos había cogido mientras los papás esculcaban el bolsillo para darnos con qué adquirir el apetecido dulce. Por haberme hecho una buena compra les voy a dar una de ñapa, dijo ella mientras se subía a la cabeza el platón lleno de cochas y nos dejaba el intricado rompecabezas de repartir equitativamente la ñapa entre ocho. La cosa se solucionó cuando de repente apareció Javier Lemus Cabrales que venía a buscarle prestado el balón de fútbol al Che y se le dió la cocha. Será por eso que tengo la creencia que no tiene sentido afanarse en buscar la salida pues casi siempre ella se da las mañas para localizarnos el día menos pensado. Ensáyenlo y verán.

En menos que canta un gallo desaparecieron de la boca las cochas, y sobresaltados nos dimos cuenta que habíamos quedado cortos en la compra. La plata que nos dieron tampoco daba para más.

En ese crucial momento, mi hermano Roberto, que siempre ha tenido una innata habilidad culinaria, ofreció sus servicios para hacer las antojadizas cochas. Mientras pongo el agua a hervir, vayan a la tienda de Toño Rangel -quedaba en la esquina de la casa que hoy ocupa el Museo Antón García De Bonilla- y me traen dos panelas, un poco de mantequilla y una naranja china o si no un limón, ¡pero rapidito!, dijo Roberto con voz mandona como si estuviera dirigiendo un reality tipo “Master Chef”.

La huerta en donde mi hermano había puesto -sobre cuatro piedras que custodiaban las encendidas ramas de guayabo- la vasija con el agua y las dos panelas, se inundó de un delicioso olor a caña en ebullición. Tal vez por eso, no demoró en aparecer un enjambre de abejas a investigar de dónde salía tan seductor aroma. El colibrí, que sufría de reuma en las alas, llegó apoyado en un jazmín pero llegó.

Derretidas las panelas en el agua, con una cuchara de palo principió a sacar la cachaza. Agregó un poco de cascaras ralladas de limón. ¡Nada de echarle licor a las cochas! advirtió tajantemente papá que siempre mostró fastidio a consumir bebidas embriagantes. En cambio a un hermano suyo no.

Con la minuciosidad de quien prepara un acto de magia, Roberto se acercó cuidadosamente al fuego, cogió la cuchara de madera, la metió en la hirviente melcocha, sacó un poco y la dejó caer en un pocillo con agua ¡y zas! apareció un hilillo de color oscuro. El rostro se le iluminó de felicidad. Dirigiendo la mirada a los presentes, gritó todo presumido y sin reservas: ¡Ya esta vaina quedó lista!

Vació el contenido sobre las hojas de plátano tendidas en la enclenque mesa, y untándose las manos con mantequilla, dio inicio al estire y afloje hasta lograr el blanqueado y moldeado de la melcocha.

A los sobrantes de la calientísima melcocha le caímos en gavilla para apoderarnos de ellos y llevarlos a la boca no sin antes soplar y soplar. Pero sucedió lo que no debió suceder. Pedro que retiraba su cuchara llena de melcocha, me la regó involuntariamente sobre el dorso de la muñeca. El grito de dolor debió cruzar el aire como una bala de fusil para después incrustarse en la pared que circundaba la huerta. En ninguna parte quedó señal alguna del impacto pero en la muñeca una quemadura lo delataba. Queriendo evitar que mamá se enterara del chasco y me regañara, cubrí la zona con un esparadrapo color piel que trajo el asustado Pedro. Pasados los días, la herida se infectó y los ungüentos que conseguía Pedro en el consultorio de su papá, no tenían ningún efecto curativo. A más días, más infección y más molestia. Hasta que una tarde, jugando en el hundido potrero ubicado frente al colegio de las señoritas Mercedes y Anita Casadiego, barrio El Pellejo, supe que allí vivía, bajo condiciones de extrema pobreza, un extraño personaje conocido simplemente como Cleofe. Lo visitaban por la facilidad de sacar muelas sin “alicate”. Las saco con los dedos de la mano izquierda porque es la más cercana al corazón y ahí mora el amor y el amor es la fuerza que mueve el universo, afirmaba con la solemnidad y el engreimiento de un Pastor de anónima iglesia. Por otra parte, sabía rezar distintos males y curarlos, hacía mandados y con el pago de éstos, las ayudas en dinero y la comida que le llevaban, apenas lograba subsistir. La resignación dormía a diario la siesta con él.

 ¿Por qué no vas a donde Cleofe a que te rece la herida, qué tal que dé en el clavo?. Nada se pierde con ensayar, me aconsejó el asustado Pedro. Viendo la angustia y el deseo de resarcir la ninguna culpa suya, decidí acatar la recomendación. Caminé indeciso hacia el destartalado y ruinoso rancho y allí encontré la figura macilenta, demacrada y apestosa de aquel hombre. Con las muchas normas de la Urbanidad de Carreño que aún mantenía en uso, me recibió diciendo: Buenas tardes tenga usted. Y luego concretó: ¿En qué puedo servirle jovencito?. Era tal el miedo que me producía su aspecto que enmudecí y sólo acaté a quitarme el espadrapo y mostrarle la infectada herida. ¡Caray! esto no tiene muy buen aspecto que digamos, sin embargo al mal camino andarlo pronto, dijo. A renglón seguido señaló un arrume de viejas revistas para que me sentara. Se quitó el harapiento sombrero, colocó las manos en la sien en actitud de meditación, movió los labios igual que lo hacen los devotos cuando rezan en silencio. Partió en dos el tabaco y se metió medio a la boca y comenzó a masticarlo a prisa. De pronto y sin que mediara nada ni yo lo previera, lanzó un escupitajo sobre la herida. ¡Qué hizo viejo marica! protesté iracundo y realmente perplejo. Acabo de rezarlo y aplicarle un efectivo y milenario remedio que hace años aprendí de un Mamo Barí, contestó sin arrogancia, más bien cabizbajo. Me paré y salí a toda mecha, pero la frase de Cleofe no dejó concentrarme en la fuga: Oiga pegotico malcriado ¿no va a dejar ni pa’ comprarme un cuarto de arepa tiesa y una taza de café frío?.

A los pocos días le llevé dos arepas: una rellena con queso y aguacate, la otra con un revuelto de huevo, cebolla y tomate, dos botellas de leche, unos panes recién horneados, tres cajitas de sardinas enlatadas, un sombrero aguadeño de insuperable calidad, y una sarta de afecto, respeto y gratitud.

¿Y de la herida qué? …la muy rebelde desapareció como por encanto!.

 

Jorge Carrascal Pérez

Yebrail Haddad Linero

Yebrail Haddad Linero

Nativo de Ocaña. Es Abogado y Magister en Derecho de la Universidad Externado de Colombia. Se ha desempeñado como profesor universitario, asesor del Consejo Nacional Electoral, Director de Procesos Judiciales y Administrativos de la Gobernación de Cundinamarca, Personero y Alcalde de Ocaña, Director del Sistema Nacional de Bienestar Familiar y Asesor de Gobernabilidad para la Paz del Programa de Naciones Unidas.

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