Todavía ronda por ahí…

No puedo decir con absoluta seguridad cuántos años tenía yo y cuántos ella cuando supe lo mucho que nos amábamos. Sólo recuerdo que vestía trajes a media pierna de colores blanco, negro o gris -producto del maridaje incestuoso de los dos primeros-, zapatos oscuros de tacón bajito, anillo con ovalada piedra ónix que creía protegerla de las malas energías, zarcillos en oro, y la cana, larga y lisa cabellera cautiva en el redondel de una apretada moña que coronaba la parte posterior de la cabeza. De carácter dulce y decidido. En el cuarto donde dormía, la titilante y enclenque luz de una veladora alumbraba día y noche los ahumados cuadros de Santa Teresa y el Sagrado Corazón de Jesús.

En la parte alta del cabecero de la cama, pendía como una estalactita la desgastada camándula de plata con la que llevaba las cuentas del habitual rosario que rezaba antes de dormirse. El rostro empolvado, pintadas las mejillas y la boca con un tenue color rojo. La piel tersa y asombrosamente blanca. Y unos ojos negros que siempre estaban a la expectativa del más mínimo detalle. El pueblo en donde vivía, estaba circundado por una verde y espesa vegetación de la que emergían platanales y guamos que servían para darles sombra a los alineados cafetales. Las aves pintaban el paisaje de primorosos colores y exquisitos trinos. En octubre la brisa parecía estar en franco amancebamiento con los ágiles barriletes porque de tarde en tarde se les podía ver bailando con un entusiasmo que los llevaba a encumbrarse hasta límites insospechados. No hay cosa que más haga perder la mesura que el amor correspondido.

La gente sentía por ella afecto, respeto y acato hasta el punto de influir abiertamente en las ceremonias de Semana Santa y, aunque parezca insólito, también en la conducta del pueblo. Tenía su tallado reclinatorio en un lugar especial de la iglesia, el clero se le mostraba deferente, cortés. Con cierta frecuencia recibía ayuda de los vecinos en sus labores domésticas, bien sea porque la solicitaba de manera disimulada o porque a ellos les nacía prestarla sin pago alguno.

Cuando iba a visitarla, cosa que hacía con frecuencia, me hacía sentir la persona más importante y amada del mundo. La mejor comida -valga citar: la rellena arepa con queso, y la preparada changüa con huevo y cilantro al desayuno-, el cuidado, la atención, el detalle, la consideración, los mimos, todo era para mí. Las distintas y numerosas incógnitas que surgían me las resolvía con su inteligencia, saber y experiencia. “Se escriben con zeta las palabras terminadas en…”,  me decía, por ejemplo, ante una duda ortográfica. Sobre el trabajo: “No hay mejor lotería que el trabajo y la economía”. Sobre el amor: “Al amor mal correspondido, ausencia y olvido”. Sobre la pereza: “Un hombre con pereza lo persigue la pobreza”. El arco iris y los colores del afecto los llevaba pintados en el alma. Por eso y otras cosas más, mi apego y amor por ella eran evidentes. La belleza física y espiritual la convertían en un ser excepcional al que admiraban y elogiaban sin reserva alguna. ¿Cómo hace para conservar la piel tersa, lozana y fresca?, le preguntaban las menos timidas. Y ella con la humildad y sencillez que la caracterizaban, respondía: Cuando laven el arroz, dejen reposar el agua y se enjuagan la cara con ella. Y algo muy importante: el odio, la envidia y el egoísmo manténganlos alejados porque si hay algo que arrugue más, es sentirlos.

 

No gustaba de la mentira y menos del chisme nocivo, malsano. No le agradaba que llegaran a visitarla de repente, sin previo aviso, no por presumida o petulante sino porque se resistía a presentarse sin estar arreglada: el pelo bien acicalado, la cara maquillada, el vestido impecable, la loción aromándole el cuerpo, y un claro destello de pulcritud y elegancia circundándola toda.

El amor que prodigaba a manos llenas la convirtió en ejemplo de vida. El odio y la venganza no tenían cabida en su corazón. Seguramente se dio cuenta que esos sentimientos envenenan el alma y asfixian la convivencia pacífica entre los hombres. Duermo tranquila y profundamente, tengo buen apetito, oigo bien, hablo como lora mojada, camino más que un perdido, porque, gracias a Dios, no sufro el mal de la envidia ni tampoco del rencor, afirmaba al preguntarle por su salud. Tenía el don divino de la sanación. Bastaba que posara su acariciante y tibia mano sobre el totazo, la quemadura o el raspón para que desapareciera la dolencia y cesara el llanto.

La muerte no me asusta, me asusta morir sin haber perdonado, sin haber tenido fe, sin haber honrado a mis padres, ni servirle a la patria, amigos y necesitados o sin agradecerle a Dios su amor, ¡eso sí me aterra!, me lo confesó al preguntarle sobre el espinoso y delicado tema. Un deseo sí tengo, y recitó este verso que aprendió de niña en la escuela: “Quiero morir/ mirando el rostro/de mi gente amada/con una sonrisa en la cara/ y que lo último que escuche/sea mi canción más preciada /la dulce voz de mis hijos/despidiéndome de esta morada/ que no haya llanto/ ni amarguras ni nada/me iré tranquila/con el corazón cantando/ y el amor en la pupila”.

Así fue la amada abuela mía… ¡aquella que todavía ronda por ahí!

Jorge Carrascal Pérez

Yebrail Haddad Linero

Yebrail Haddad Linero

Nativo de Ocaña. Es Abogado y Magister en Derecho de la Universidad Externado de Colombia. Se ha desempeñado como profesor universitario, asesor del Consejo Nacional Electoral, Director de Procesos Judiciales y Administrativos de la Gobernación de Cundinamarca, Personero y Alcalde de Ocaña, Director del Sistema Nacional de Bienestar Familiar y Asesor de Gobernabilidad para la Paz del Programa de Naciones Unidas.

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